Información tomada del artículo de investigación de Gerardo Reyes de UNIVISION
Una investigación desgarradora realizada por Univisión relata como integrantes de la fuerza pública colombiana y civiles residentes en San José del Guaviare, una de las regiones de mayor producción de coca del país, se aprovechan del hambre y la pobreza que padecen menores de edad de las comunidades indígenas para perpetuar violaciones.
La calle “la 40” es un acantilado lleno de rocas puntiagudas y aguas turbias para las niñas entre 7 y 15 años de las etnias milenarias Nukak y Jiw. A cambio de pan y guarapo intercambiar su cuerpo y hasta su inocencia equivale a dos dólares o una dosis de pegante para inhalar. Esta situación se da en medio de una crisis alimentaria que sufren las comunidades indígenas cercanas a la ciudad.
La seccional del Guaviare del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) recibe cuatro denuncias de abusos sexuales de menores a la semana. Adicionalemnte, el 20 por ciento de los embarazos de menores de edad del hospital principal de la ciudad son de indígenas, de acuerdo con estadísticas entregadas a Univision por la Secretaría de Salud del departamento.
“Siempre aguantamos hambre. No es hoy, son todos los días […] ni cazar, ni pescar ni recolectar, no tenemos espacio para tener cultivos’’, dice Joaquín Nijbe, jefe de la comunidad Nukak.
Esta pesquisa expone que es tanto el miedo a denunciar que los habitantes y comerciantes de los bares han optado por el grafiti, carteles o incluso imágenes de la Virgen Maria para prevenir el abuso a menores de edad. Un informe de 36 páginas de ICBF conocido por Univision, que nunca circuló entre los medios de comunicación, advierte que los niños y niñas sujetos del estudio, “se hicieron adolescentes en las calles y que muchas niñas son explotadas sexualmente y les debemos garantizar un real proceso administrativo de derechos’’.
La mayoría de las menores prefiere inhalar bóxer porque quita el hambre y los transporta a una realidad menos tormentosa. El problema es que, despues de 15 minutos, cuando pasa el efecto del químico, el hambre se vuelve más fuerte, explicó Charleidi Castañeda, una indígena Jiw que vivió por un tiempo en las calles de la ciudad. Aseguró que ella nunca probó el bóxer, pero sus amigas le contaban.
Joaquín Mendieta, director seccional del ICBF, lleva más de dos años y medio en su cargo. Después de varios intentos para que concediera la entrevista por fin respondió. Reconoció que uno de los problemas principales del Instituto en esta zona del país es el abuso sexual de los niños indígenas, aunque las cifras “no son preocupantes’’.
El informe del ICBF de 2019 sobre los Jiw refleja un esfuerzo por estudiar la problemática de los menores. Los investigadores hicieron un censo de los niños de la calle, los entrevistaron y llevaron a algunos a las instalaciones del instituto para empezar un proceso conocido como “restablecimiento de derechos’’. Pero los niños se escaparon.
En el proceso, los funcionarios del ICBF fueron testigos de la otra cara de la ciudad frente al drama de la infancia indígena desamparada: tuvieron que defender a los niños de agresiones de ciudadanos que los acusaban de robarse alimentos servidos a los clientes de los restaurantes y de las atrocidades indignantes a las que las niñas son expuestas las niñas al salir de las clases.
Relatos como estos son demoledores, pero lo más triste de todo es que si no tomamos acción ya, nuestras niñas y niños seguirán viviendo esta condena. Una vez más el hambre es una de las armas más letales para el desarrollo de la niñez. Por eso, hoy nuestra invitación es a que no solo pongamos la lupa sobre estos casos de violencia, sino que empecemos a ser generosos con quienes más lo necesitan, de nuestros actos depende que la historia de Colombia se tiña de esperanza y no de crueldad.
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