En Colombia hay un problema del que poco se habla, pero que determina muchas otras realidades en el país: el hambre. La evidencia muestra que los niños mal alimentados desarrollan en su vida adulta 14,6 puntos menos de coeficiente intelectual, tienen cinco años menos de escolaridad y perciben 54 % menos de salario.
La desnutrición infantil, además de afectar el desarrollo cognitivo de los niños, tiene consecuencias en la salud pública: generando presión al sistema con enfermedades prevenibles. Desde el punto de vista económico, el hambre agrava los ciclos de pobreza, reduce la capacidad de aprendizaje de las personas y la productividad de la fuerza laboral de una sociedad. En materia política, es un detonador de tensiones que debilita la cohesión social. Desde una perspectiva humana, el hambre produce una sensación de fatiga, desesperación y falta de dignidad que nadie tiene por qué sentir.
Actualmente se estima que en Colombia hay 19,2 millones de personas con insuficiencia alimentaria (37,8 % de la población), y que 392.000 niños menores de 5 años sufren desnutrición crónica (10,8 %). En 2024, unos 24.000 niños padecieron desnutrición aguda. Esta realidad le debería quitar el sueño a cualquier sociedad.
Dos modelos que han trascendido en el tiempo han sido exitosos en el país para atender el hambre: el Programa de Alimentación Escolar (PAE), desde el sector público, y los bancos de alimentos, desde el sector social. El PAE es un programa fundamental para garantizarles a millones de niños al menos una comida nutritiva al día; lo cual, además de ayudar a combatir la desnutrición infantil, impacta positivamente la matrícula escolar, el ausentismo y el rendimiento académico.
La seguridad alimentaria no es un problema aislado, sino un factor subyacente que condiciona el éxito de cualquier otra política social y, como tal, debe abordarse como una política de Estado.
Los bancos de alimentos, por su parte, son otra herramienta clave para atender la inseguridad alimentaria, teniendo en cuenta que en Colombia se pierde anualmente el 35 % de los alimentos que se producen (9,7 millones de toneladas). Su labor consiste en recuperar alimentos en buen estado que, de otra manera, serían desechados por empresas, supermercados y productores, y distribuirlos en comunidades vulnerables, comedores comunitarios y organizaciones sociales. No obstante lo anterior, estos programas son insuficientes para responder a la magnitud del problema.
Atender la seguridad alimentaria es una de las inversiones sociales más rentables a largo plazo para una sociedad. Según el ‘Marco de inversión en la nutrición’ de 2024, del Banco Mundial, cada dólar destinado a combatir este problema puede generar un retorno económico de 23 dólares. Si los beneficios de atender el hambre exceden con creces sus costos, resulta incomprensible que los gobernantes no pongan la seguridad alimentaria entre sus prioridades ni impulsen políticas públicas de largo plazo para prevenir la desnutrición. La seguridad alimentaria no es un problema aislado, sino un factor subyacente que condiciona el éxito de cualquier otra política social y, como tal, debe abordarse como una política de Estado.
Es crucial elevar el nivel de conciencia sobre la inseguridad alimentaria en el país como una prioridad estructural. No podemos caer en el error de pensar que es un gasto que alivia un problema inmediato con asistencialismo, porque estaríamos desconociendo los beneficios que esta inversión trae de largo plazo en la salud pública, los logros educativos, la productividad y la convivencia ciudadana.
La desnutrición tiene un impacto muy significativo en el desarrollo y bienestar de las personas a lo largo de su vida. La lucha contra el hambre es una lucha por la inteligencia de una nación y el crecimiento económico de un país.