Los muebles son añejos, todas las maderas tienen marcas penetrantes como los recuerdos de quienes viven en la Fundación Amigos del Abuelo. Aunque son viejos están en buen estado, tapizados, brillan y huelen a fresco. A simple vista parecen nuevos, sin historia. Pero en este lugar no hay nada que no tenga memorias desgarradoras. Aquí viven 30 abuelos y abuelas apaleados por la crueldad de las calles de Bogotá.
Algunos están caminando por el espacio sin rumbo alguno, a los más enfermos las auxiliares les ayudan a poner la pijama; otros están en sus camas mirando al techo, organizando sus peluches, hablando solos, varios miran la novela de las tres de la tarde por Caracol. Todos eran habitantes de calle, mendigos, ladrones, consumidores de droga y alcohol. Vivían sucios, se vestían con harapos, olían a orines, tenían el pelo greñudo y heridas por todo el cuerpo. Las calles, puentes y parques eran su casa y un par de ratones su compañía en las noches. Personas, que, por diferentes razones, se habían despojado de lo más preciado que tiene el ser humano: su dignidad.
Esperanza Andrade, de tal vez unos 65 años, es uno de esos casos devastadores. En la juventud junto a su pareja estaba ubicada en Alemania, pero se devolvió al país con la ilusión de poner un negocio y formar una familia, lo que no sabía era que su pareja la iba a traicionar. Ella volvió a Colombia, pero aquel hombre nunca tomó el avión y se quedó con todo el dinero en ese país. Esperanza, se quedó sin esperanzas, perdida en el túnel más lúgubre de la mente humana. No pudo soportar tal decepción y terminó consumiendo todo tipo de drogas por las salvajes calles bogotanas. Aprendió a querer lo que daño le causaba. Tuvo tres hijos, el hambre se llevó a la casa de la muerte a la niña, la limpieza social asesinó a otro de sus hijos, solo uno pudo sobrevivir en aquel mundo de sueños rotos.
Un comerciante fue el que avisó a Helda Rosa Gómez, directora de la Fundación Amigos del Abuelo, sobre las condiciones de Esperanza Andrade. Ella dormía en un andén en el barrio Galerías y al igual que sus otros veintinueve compañeros, llegó a la fuerza al lugar donde le volverían a enseñar el valor de la dignidad humana. Sin palabras, sin explicaciones, Helda sube a su camioneta – a veces con ayuda de la Policía Nacional- a estos abuelos y abuelas, para llevarlos a la fundación donde no solo se restablecen sus derechos, sino que se les brinda una vejez digna.
Ella es una mujer que ama a sus viejos, a la hora que sea, sale corriendo para el hospital si alguno está enfermo y desde hace mucho tiempo no tiene un sueldo, porque todo se lo gasta en este espacio. Hace tres años, en menos de ocho meses, construyó esta nueva sede, narra con alegría y se desborda en lágrimas. Gracias al apoyo de aliados incondicionales, que ha tenido por veinte años, como el Banco de Alimentos de Bogotá ha podido adecuar las instalaciones con altos estándares de calidad y contar con una alimentación nutritiva y permanente para los abuelos y abuelas marginados de la ciudad.
Te puede interesar: “Juntos llegamos más lejos”: Mariella Barragán tras visita al departamento de La Guajira
Es fácil juzgar, pero es aún más fácil ayudar. Las transformaciones que han tenido estas personas son de otro mundo. Quien no las conozca, ni siquiera sería capaz de imaginar el drama y dolor que sus arrugas ocultan. Hoy, desde el Banco de Alimentos de Bogotá, queremos resaltar la maravillosa tarea que realiza esta organización, su labor es ejemplo de generosidad, perdón, resiliencia y pulcritud. La invitación es a que usted y su familia, nos sigan apoyando, para que nuestro trabajo siga beneficiando a todos los adultos mayores vulnerables de nuestro país.